QUE NO SE LES SUBAN LOS HUMOS
QUE SEAMOS TODOS/AS PROTAGONISTAS EN EL CAMBIO
“El poder del pueblo sobre sus mandantes”. Esta frase la escuchamos todos los sábados cuando sintonizamos la cadena del presidente Rafael Correa. Además, los y las funcionarias del Gobierno la repiten con frecuencia en época de Revolución Ciudadana. ¿Sería que la sociedad civil tiene realmente poder en estos tiempos? ¿Participamos en la toma decisiones estatales? ¿Cómo están manejando el poder, tanto el Gobierno como la sociedad civil? En Íntag ¿será que estamos replicando el modelo de tener líderes sabelotodo que creen que pueden decidir a su antojo? O, ¿las decisiones sí se toman en consenso? Algún gran amigo de la zona dijo que acá hay una “reunionitis, asambleitis y talleritis intensa”. ¿Estos espacios sirven para tomar decisiones y planificar de acuerdo a la mayoría? O pasa igual que con el “show de la participación ciudadana” del Gobierno en donde las decisiones siguen siendo tomadas por unos cuantos iluminados. ¿Quién tiene el poder?
En un sentido amplio, el poder es la habilidad que tienen ciertos grupos o personas de imponer la voluntad. Es decir, es la habilidad para influir sobre la conducta de otros. El poder se puede ejercer a todo nivel. Lo que hacen los jefes de estado, legisladores y jueces es un tipo de poder. Pero también influyen en la conducta de otros, en sus grandes o pequeños espacios, los líderes de organizaciones, profesores y jefes de hogar.
Cuando una persona o grupo controla las decisiones y acapara tanto poder se distancia tanto de los demás que se va quedando sólo. Pero es una soledad cuyo precio muchos están dispuestos a pagar. El poder atrae a tantos porque trae tantos beneficios. En algunos casos, los beneficios son económicos pero no siempre legítimamente obtenidos. En todos los casos, los beneficios también son sicológicos. Expertos en el campo de la psicología afirman que el poder es como un narcótico, una sustancia que produce dependencia o adicción, algo sin la cual el adicto no puede vivir. También dicen –y esto es medio irónico– que la gente que no puede vivir sin controlar a sus semejantes son personas super inseguras, necesitan que los demás les están afirmando su importancia de manera permanente.
Pero los que más sufren son las personas que tienen que lidiar con el ansioso de controlar, a si sea en el hogar, en una organización o en un país. Cuando una persona o un grupo abarca el poder, provoca desigualdad. No reconocer la importancia que tienen los demás y creerse indispensable conlleva a decisiones tomadas de forma unilateral, es decir, sin consultar al resto. Mientras esto es injusto para el poderosos puesto que sobre sus hombros cae todo el peso de la responsabilidad, más injusto es el resto de la gente. Pero más peligroso aún es que cuando nos sentimos tan necesarios, no creemos necesario rendirle cuentas a nadie y tampoco admitimos que nos cuestionen o critiquen.
Así se va creando un ambiente de miedo o recelo. Nadie se atreve a preguntar sobre las más obvias irregularidades porque hay cosas de las que simplemente ya no se habla. ¿Esto es democracia? Escuchamos con frecuencia que los asambleistas son alza manos. A nivel familiar u organizativo, ¿somos alza manos, o sí, cuestionamos, elegimos democráticamente, participamos y pedimos aclaraciones?
En nuestras organizaciones, el tener directivas o líderes permanentes hace que el ejercicio del poder se concentre en pocas manos. Las directivas eternas se vuelven intocables también, porque otra gente no quiere asumir la responsabilidad. Sin duda, esto se debe a la calidad de educación que se ofrece en las escuelas, la familia y la organización, o sea, su inhabilidad de formar personas dispuestas a asumir responsabilidades, de consultar con otros, de respetar la opinión ajena, de admitir que pueden no tener todas las respuestas, que también es capaz de cometer errores y que por eso necesita a sus compañeros y compañeras para ayudar en la toma de decisiones. Cuando un país se rige por un líder permanente, se llamada dictadura. Cuando una organización se rige por directivas o líderes permanentes, ya no es una organización de base sino una fundación. Las fundaciones no tiene nada de malo: son creadas por iniciativa particular para atender, sin ánimo de lucro, servicios de interés social y se rigen por la voluntad de sus fundadores, por sus estatutos y por la Ley. Pero no son organizaciones en donde las personas que las integran son capaces de comunicarse y que están dispuestas a actuar en conjunto para obtener un objetivo común. Son un grupo social que tiene propósitos específicos que son acordados por la mayoría de sus miembros mientras las decisiones son tomadas de manera democrática por sus miembros quienes tienen acceso a toda la información necesario para hacerlo. O sea, la organización de base se caracteriza por su actitud democrática, su voluntad de compartir conocimientos para involucrar a todo el mundo en la toma de decisiones y su transparencia.
Para construir una sociedad mejor y, sobre todo, más democrática, en las esferas de la familia, las organizaciones y las instancias públicas, nuestras actitudes tienen que cambiar. No bastan las buenas intenciones, las ideas fantásticas o la preparación maravillosa. Tenemos que aprender a compartir información, confiar en la inteligencia de nuestras compañeras y compañeros, aceptar que somos capaces de cometer errores, pedir perdón. En otras palabras, todos y todas tenemos que convertirnos en protagonistas del cambio, con opción a opinar, criticar, participar y disentir.