El derecho de tener derechos. Esta frase resume una idea que surgió en el siglo XVIII en Europa, durante una época llamada la Ilustración. Desde ese momento, el concepto ha pasado por etapas, con cada una de éstas terminando en una expansión tanto del número de derechos atribuidos al ser humano como del universo de personas cuyos derechos se tienen que reconocer. Pero hasta nuestros días, ha existido una tremenda falencia en el campo de los derechos. Hemos limitado su aplicación a una sola especie: la nuestra. Esto ya está en proceso de cambiarse. A continuación, ofrecemos una breve historia de la evolución del concepto de los derechos, con énfasis en la etapa actual: la lucha para que se reconozca que la vida, en todas sus manifestaciones, tiene el derecho de tener derechos.
Lo impensable deja de serlo
Alberto Acosta afirma que, a lo largo de la historia, “cada ampliación de los derechos fue anteriormente impensable”. La situación se debía a que los grupos dominantes insistían en que era “absurda” la idea de reconocer a los esclavos negros, a las mujeres o a las/los niñas/niños como seres con derechos. La razón: el poder económico, político y social de dicho grupos –compuestos de hombres blancos, casi en su totalidad– se basaba en la esclavitud abierta o soterrada en las plantaciones y haciendas del campo, las fábricas de las ciudades y los hogares en todas partes.
Pero existen pocos esclavos y esclavas felices. En el siglo XIX, la resistencia esporádica y dispersa que había brotado hasta este momento se convirtió en movimientos contra la esclavitud de los negros y a favor del derecho de las mujeres al voto. De igual forma, los obreros manifestaron para conseguir el derecho a organizarse en sindicatos a fin de negociar mejores condiciones y sueldos. Los campesinos, por su parte, exigieron créditos sin tasas de interés impagables, práctica que resultaba en la pérdida de incontables fincas hipotecadas, obligándoles a los ex campesinos a migrar a la ciudad donde tenían que aceptar la esclavitud de la fábrica.
Las metas de estos movimientos fueron la consecución de derechos denominados de primera y segunda generación. O sea, los activistas buscaban, en primer lugar, garantías ciudadanas y leyes aplicadas a todo el mundo, sin distinción de raza, género, religión, situación económica, y así por el estilo. En cuanto a los derechos sociales incluidos en la segunda generación, se trata de la justicia social cuyo fin es el de redistribuir la riqueza y así acabar con la pobreza.
La lucha para estos derechos sigue vigente. En Estados Unidos, por ejemplo, al prohibirse la esclavitud a mediados del siglo XIX, los grupos dominantes lograron la aprobación de leyes que les quitaban a los negros el derecho al voto. Sólo en la década de los 1960, a raíz de una nueva lucha, se aprobó la Ley de los Derechos Civiles que enterró a los obstáculos jurídicos al voto de los ciudadanos negros.
En el siglo XX, se comenzaron a hablar de una definición más amplia de los derechos del ser humano, o sea, los derechos económicos, culturales y ambientales. Estos son los derechos básicos a la vida, al acceso a servicios de salud y educación y al trabajo, a la conservación de la cultura, y otros. Los derechos de tercera generación se apuntan a la creación de condiciones sociales equitativas. Incluyen, además, el derecho a un medioambiente sano y no contaminado. O sea, en la tercera generación de derechos está la justicia ambiental, sobre todo para “grupos pobres y marginados en defensa de la calidad de sus condiciones de vida afectada por destrozos ambientales”, afirma el economista Acosta. La justicia ambiental incluye el derecho de los seres humanos de ser indemnizados, reparados y/o compensados.
Poniendo un precio en la Naturaleza
El reconocimiento de las tres primeras generaciones de derechos ha sido una gran conquista. O, mejor dicho, una infinidad de conquistas, pequeñas y grandes, en todo el mundo. Porque los derechos nunca se regalan, se toman. La batalla ha sido férrea porque los grupos dominantes no han querido soltar su monopolio sobre los derechos y han tenido el poder del Estado a su lado.
Pero en tiempos recientes, se escuchan cada vez más voces que detectan en esta lucha un vacío importantísimo. Afirman que la lucha para los derechos ha sido, hasta el momento, un proceso utilitario y antropocéntrico. Esto es, se ha centrado, exclusivamente, en el ser humano y sus necesidades. Se ha presumido que nosotros somos el centro del universo, la razón de ser del mundo, la especie para la cual todas las otras especies, más el agua, el suelo y todo los demás elementos de la Naturaleza, fueron creados.
En base a esta lógica, la conclusión a que se llega es: lo que no sirve al ser humano no vale. Y por “servir al ser humano” se quiere decir: capaz de convertirse en algo que nosotros podamos consumir. O sea, desde esta óptica, la Naturaleza no es más que un conjunto de recursos capaces de ser transformados en bienes y servicios útiles al ser humano, y cuyo valor económico se puede precisar. Por lo tanto, lo que no tiene precio no vale, y nuestra especie tiene el derecho de fijar dicho precio.
Pero como ha señalado el analista Eduardo Gudynas, esta lógica no tiene futuro. La evidencia de esta verdad está en todas partes: océanos, lagos y ríos contaminados; miles de millones de hectáreas de bosques desaparecidos con los miles de millones de seres vivos que solían albergar; cantidades escandalosas de suelos erosionados; sustancias tóxicas de todo índole evacuadas al agua, el aire y el suelo cada segundo de cada día.
La Naturaleza tiene derechos
La nueva etapa en la evolución de los derechos se dirige a este tema. El argumento comienza con una verdad insoslayable: no somos por encima de la Naturaleza, sino parte de ella. Si un día desaparecemos como especie –y al ritmo actual de destrucción que provocamos, el día vendrá más temprano que tarde– la Naturaleza sobrevivirá. O sea, la Naturaleza no necesita al ser humano; el ser humano necesita a la Naturaleza.
Es por esto que nos hace falta, de manera urgente, lo que el economista Acosta denomine “una nueva ética para organizar la vida misma”. Para asegurar nuestra propia supervivencia, “un paso clave”, afirma, es que “los objetivos económicos deben estar subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales”. Lo que significa esto es que reconozcamos que la Naturaleza vale por sí mismo, independientemente de lo que podamos hacer con sus elementos. Esto no quiere decir que el pajarito llegue a valer más que el ser humano, o que nuestra especie deje de cultivar la tierra y aprovechar lo que ofrece la Naturaleza. Al contrario, esta nueva ética, no pierde de vista “el respeto a la dignidad humana y la mejoría de la calidad de vida de las personas”. Pero exige que cultivemos y aprovechemos según un nuevo modelo que, en vez de destruir los procesos naturales y la biodiversidad, garantice su conservación. Esto implica que defendemos el mantenimiento de los sistemas de vida. Para hacerlo, tenemos que fijar en los ecosistemas, en las colectividades, no en los individuos. Se puede comer carne, pescado y granos, por ejemplo, mientras se asegure que queden ecosistemas funcionando con sus especies nativas. Si no se hace este cambio, el ser humano no tendrá futuro, y mucho menos una vida mejor.
La nueva ética se llama la justicia ecológica, según el economista Acosta. Es un concepto distinto al de la justicia ambiental, que es parte de la etapa anterior en la evolución de los derechos. La justicia ecológica pretende asegurar la persistencia y sobrevivencia de las especies y sus ecosistemas, como redes de vida. Mientras la justicia ambiental habla de la indemnización a los humanos por el daño ambiental, la justicia ecológica se expresa en la restauración de los ecosistemas afectados. En realidad, afirma el economista Acosta, “se deben aplicar simultáneamente las dos justicias: la ambiental para las personas, y la ecológica para la Naturaleza”.
Para que esto sea realidad, el ecologista Acosta hace un llamado para una nueva Declaración Universal de los Derechos. Pero esta Declaración no se limitará a proteger los derechos del ser humano sino cobijará los derechos de la vida en su conjunto. Sin la protección de los derechos de la Naturaleza nuestra especie no tiene futuro.
Fuente: “Hacia la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza”, el análisis escrito por Alberto Acosta en que se basa este artículo, puede leerse en América Latina en Movimiento, No. 454, http://alainet.org/publica/alai454w.pdf; ver, también, Derechos de la Naturaleza y políticas ambientales en la nueva Constitución por Eduardo Gudynas, Quito: Abya Yala, 2009.